Magdalenas circenses (por Olga)

En mi próxima vida quiero ser trapecista. Así comencé a forjar esa extraña obsesión desde niña. Siempre tuve miedo de subirme a aquel columpio de hierro con forma de puente en el parque para hacer el murciélago. No era un columpio cualquiera; tenía una estructura imponente que asemejaba un puente colgante. Pero, para mí, subirme a ese columpio era como enfrentarse al abismo de un séptimo piso, a pesar de que la distancia con el suelo apenas llegaba al medio metro, siempre tenía esa sensación de que me iba a piñar contra aquel suelo áspero y duro de arena.

Mi padre, un hombre que disfrutaba llevándome al circo en Navidad, observaba con cariño las acrobacias de los trapecistas. Yo, por mi parte, sentía envidia al ver cómo aquellos artistas saltaban con soltura a alturas que ni siquiera me atrevía a imaginar.

Los años pasaron, y con ellos llegó la vida adulta. Jornadas de ocho horas, jefes aficionados al uso del palo y la zanahoria como elementos motivadores. Me harté de ser una empleada al uso. Así que se me ocurrió la genial idea de dar un giro radical a mi vida y emprender el camino de mis sueños: abrir una pastelería artesana, todo ingredientes ecológicos y nada de nombres yankees y sabores imposibles.

Sin embargo, la idea de lanzarme a esa nueva aventura me resultaba igual de aterradora que subirme al columpio de hierro con forma de puente. El miedo al fracaso me paralizaba, y la sombra de la posibilidad de que todo saliera mal eclipsaba cualquier atisbo de entusiasmo. Porque sí, cuando emprendes la posibilidad de fracaso es mucho más real que la de éxito… los pequeños matices de la realidad y sus cosillas.

Un día, mientras acompañaba a mi padre al otorrino, aproveché el trayecto para compartirle mis temores. Le confesé el pavor que sentía ante la idea de invertir todo en mi negocio y fracasar estrepitosamente. Mi padre, siempre sabio y lleno de anécdotas, decidió darme la lección de mi vida.

«Ángela, mi niña», comenzó mi padre  «¿recuerdas ese columpio de hierro con forma de puente que tanto miedo te daba? ¿Esa estructura imponente que te daba la sensación de caer desde el séptimo piso?»

Asentí con la cabeza, recordando ese temor infantil que aún me atormentaba en mi día a día.

«Pues bien, la vida es como un trapecio. A veces, para volar alto y lograr tus sueños, debes soltar las manos y confiar en que, a pesar de la altura, siempre hay una red invisible que te sostiene. No temas al fracaso, teme más a la renuncia sin haberlo intentado. Monta tu propia pastelería, hija mía, y vuélvete la trapecista de tus propios sueños».

Madre mía, mi padre, que profundo se había vuelto, pero ¡qué razón tenía!. Aquella lección circense se convirtió en el impulso que necesitaba. Armada con valentía y determinación, abrí mi pastelería artesana, dejando atrás el miedo al fracaso. Descubrí que la red invisible siempre estaba allí, dispuesta a sostenerme en mi vuelo hacia el éxito.

En mi próxima vida, definitivamente, quiero ser trapecista. Pero en esta, decidí ser la dueña de mi propio circo, donde los pasteles son la atracción principal y el miedo me lo meriendo con magdalenas.


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