Aquella jornada electoral, como todas, quiso escabullirse. Eludir los comentarios de la gente con la que pudiera cruzarse en sus rutinas de domingo. No le apetecía escuchar los pronósticos del quiosquero cuando fuera a por el periódico ni que la churrera le informase de su intención de voto. Por eso, nada más levantarse se duchó, se vistió con su indumentaria de trabajo, se tomó un café en la barra de la cocina, de pie, con sus dos magdalenas de rigor y salió de casa a las 8.45 como si hubiera amanecido un vulgar lunes.
En la calle solo deambulaban borrachillos celebrando aún la noche del sábado. Era buena hora- pensó- los miembros de las mesas electorales, interventores y apoderados ya estaban en sus puestos, pero aún no habían abierto los colegios… Se respiraba la tranquilidad de los madrugones solitarios. Esos que conocen bien los paseadores de perros.
Él también paseó y en diez minutos a buen ritmo estaba en la puerta de sus cines favoritos, preparado para la primera sesión. El cine, una vez más, sería su escondite. Una suerte de refugio antinuclear en el que guarecerse de las encuestas a pie de urna. Su propósito estaba claro: esquivar la pseudo información sobre el avance de las votaciones hasta que se supiese el resultado definitivo. Y sabía que el cine era su aliado perfecto para conseguirlo, el único lugar en el mundo en el que apagaba el móvil sin remordimiento y lograba evadirse de su obsesión por las calendarización de tareas, y la acumulación de obligaciones.
Hacía ya 16 años que había adoptado esta práctica que le resultaba infalible. Era su cuarta inmersión cinéfila anti electoral… y es que no lo soportaba. Sentía una fobia atroz por lo que otros consideran la fiesta de la democracia, ese ambiente de tensión que precede a los cambios importantes, ese compadreo festivo entre unos y otros, ese mirar de reojo la papeleta que pilla el vecino, ese contumaz y generalizado empeño por vaticinar el resultado…
No era especialmente selectivo con las películas, se limitaba a concatenar los pases de forma que tuviera que pasar el menor tiempo posible fuera de la sala, expuesto a los comentarios de los escasos conciudadanos que habían elegido el cine como opción de ocio en un día tan poco propicio para ello. Aún así establecía una cuarentena previa, un ramadán fílmico, un período de abstinencia que le garantizase unas cuantas cintas nuevas.
Que nadie se equivoque- comentó en una comida familiar en la que salió el tema increpado por su cuñado -que yo siempre voto. Solo que lo hago por correo-. Aún así podía percibir que su respuesta no satisfacía ni a los miembros de su familia. Sobre todo la política. Y es que él mismo era consciente de que para muchos se trataba de una excentricidad digna de estudio.
La primera vez tuvo que dar explicaciones, claro. No sabe cómo pero los periodistas habían dado con su paradero y le esperaban a la salida del cine, al final de la última sesión. Qué molesto -se lamentó- no voy a poder degustar la resolución de la jornada con tranquilidad. Los reporteros,micro en mano, también tenían cara de malas pulgas. No les había sentado bien el plantón en su colegio electoral, donde le habían esperado cargando las cámaras para inmortalizar su voto y retransmitirlo en vivo y en directo. Y mucho menos que no hubiese dado señales de vida tras el recuento que daba a su partido la victoria. Todo parecía indicar que había ganado las elecciones.
Desde entonces lo del cine se había convertido en su talismán y los ciudadanos habían aprendido a respetarlo a regañadientes, como una extravagancia más de su presidente. Y él estaba encantado de que le dejasen en paz y se centrasen en los otros, sus adversarios y sus subalternos. Solo él sabe cómo disfrutaba enterándose del resultado de los comicios por la prensa, allí mismo.
Aquel domingo, había empezado con una comedia romántica protagonizada por un George Clooney arrebatador pero que le había dejado un regustillo amargo porque le recordaba al líder de la oposición. De segundo, se había tragado una bélica de Bruce Willis muy poco verosímil. La tercera le había gustado más: Una película francesa de humor fino y una Audrey Tatou absolutamente encantadora. La cuarta, le había conmovido hasta el borde del llanto, a él, un tipo duro… pero es que las británicas de realidad social eran su punto débil. La quinta no pudo evitar dormírsela, una iraní lenta y soporífera, pero la última le había puesto el corazón en vilo… una adaptación de ese libro de Orwell que nunca había sido capaz de terminarse. Sobrecogedora.
La peli había sido tan realista que al salir ni siquiera le extrañó que los medios no estuviesen esperándole. Primero pensó que habría perdido, sin más. Aunque en seguida le pareció sospechoso que no estuvieran allí para regodearse en su tragedia. Observó a su alrededor y notó la ciudad cambiada, más gris, más homogénea… no estaban sus guardaespaldas, ni su chófer, que siempre le recogía tras las declaraciones. Asustado, quiso encender su teléfono, pero no reaccionaba. Casi no había nadie por la calle, y los transeúntes iban uniformados. Miró fijamente a uno de ellos. Luego a otro. No le reconocían. Y por primera vez en su vida lo echó de menos.
Apocalipsis electoral, inquietante. Muy bueno Isa.
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Aaaayyy, qué inquietante… Y yo que pensaba que iba a ser un inocente relato cinéfilo… ¡Muy bueno!
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¡¡Gracias, Carol!! ¿te imaginas salir del cine y encontrarte en un sitio diferente? a mí me ha pasado alguna vez, que he salido tan impactada de una peli que me cuesta volver a la realidad a la salida.
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A mí me pasa mucho. De hecho, soy de las pesadas que salen las últimas de la sala y nunca he entendido cómo la gente puede «salirse» tan rápido del mundo de la película y volver a la vida real…
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Se ve que las predicciones Orwelianas se cumplieron mientras él estaba ahí, a verlas venir. Besotes!!!
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Ya te digo… 1984 está más presente que nunca, amiga 🙂
Muaaaaaack
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Oh la pérdida del poder. Muy bueno
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No se sabe lo que se tiene hasta que se pierde 😉
Me alegro de que te haya gustado, Cris.
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