Trabajadores humanitarios que abusan de las niñas a las que en teoría, iban a socorrer. Sacerdotes que destrozan a niños a los que presumiblemente habían de formar en valores. Profesores que someten a los críos y las crías que debían instruir, da igual si en kárate o matemáticas. La historia se repite, misma víctima, mismo victimario, misma condena social. Antes fue la Iglesia, entera ella, con sus mayúsculas. Luego fue la educación privada y ahora son las ONG, letra tras letra, en el disparadero, sin matices ni contemplaciones.
Pero el abusador no lo es por profesar el sacerdocio, la docencia o la cooperación al desarrollo. El abusador lo es porque abusa, de igual manera que al delincuente no le define su nacionalidad, sino la práctica de la delincuencia. El pederasta, el depredador, busca el hábitat más óptimo para acercarse a su presa. Y eso implica instalarse en el lugar donde viven los niños.
En España y en tantos otros países de tradición católica, durante muchos años si querías estar en contacto libre con menores el camino pasaba por el seminario. Después bastó con arrimarse al magisterio y más adelante no era prescriptiva ni la carrera: monitor de tiempo libre, profesor particular, responsable de extraescolares… Turista también, en países remotos sin miradas indiscretas y donde con suerte, la inocencia se pone en venta. A tu alcance. Cooperante, ¿Por qué no? ¿Existe mayor poder que decidir quién come, quién tiene medicinas o a quién se le da agua?
Hemos tomado medidas para intentar protegernos. Desde 2015 se ha impuesto por ley la obligación de que quien quiera trabajar en contacto con menores acredite primero que no tiene antecedentes por delitos sexuales contra los niños. No es baladí. El Ministerio de Justicia tiene registrados más de 40.000 nombres de personas condenadas por abusos y sólo en el primer año y medio del registro, cerca de un millar de ellos pidieron la certificación, es decir, estaban ya trabajando con niños y se les reclamó el papel o se disponían a hacerlo y tenían que presentarlo.
Si de ese modo el sistema ha impedido que un millar de depredadores se instalen donde viven los niños, estupendo. Dudo, no obstante, que sea suficiente. Al fin y al cabo, Reino Unido fue uno de los primeros países firmantes de la Convención de Lanzarote para la prevención de los abusos sexuales a menores en poner en marcha esta iniciativa, y los trabajadores de distintas ONG acusados de tropelías son de nacionalidad británica. Sin denuncia no hay condena y sin condena no hay antecedentes ni, por tanto, registro alguno.
Lo cierto además es que no hay muchas denuncias para la magnitud que las instituciones internacionales presumen de este fenómeno –el 12% de las niñas europeas habrían sido abusadas, según la FRA–. Abusar de un niño o una niña le destroza a todos los niveles dejando secuelas devastadoras. Dicen los que saben que el mayor daño no es por la violación en sí, sino por el silencio en que la coacción, el trauma, la culpa y la vergüenza les sume durante años, tal vez para toda la vida. En España su caso sólo será escuchado en un tribunal si no han pasado entre 5 y 10 años, en función de la gravedad, desde que cumplió los 18, es decir: si a los 28 años aún no ha reunido el valor o desarrollado la fortaleza psicológica para reconocer el daño y hablar de ello, su dolor quedará impune. Sin condena, sin antecedentes, sin registro, los abusadores pueden volver a empezar. La historia se repite.
Soy consciente de que la mayoría de los abusos se cometen por familiares de los niños y de las dificultades para detectar la violencia intramuros. Pero cuando hablamos de estos otros espacios infantiles, como las aulas, creo que no hay medidas de prevención suficientes. No me preguntes cómo debería hacerse, porque no soy una jurista, pero parece una obviedad que nos faltan ojos en los pasillos del colegio, en los gimnasios, en los proyectos de desarrollo. ¿Observadoras? ¿Personal cualificado de apoyo? ¿Psicólogas? No lo sé. Habrá quien piense que quiero poner bajo vigilancia a colectivos profesionales enteros. Lo cierto es que me parecería un mal menor habida cuenta de lo que intentamos evitar.
En cualquier caso, tengo muy claro que ni la docencia ni la ayuda al desarrollo son la causa del abuso, pero sé que estos espacios son el lugar donde viven los niños y por ello, son el lugar donde viven los monstruos. ¿Qué vamos a hacer al respecto?
Vega se define a sí misma así: “Soy periodista y escribo sobre derechos humanos y asuntos sociales para la Agencia Europa Press. Soy madre de dos niñas y orgullosa im-perfecta desde mayo de 1981, aunque lo descubrí mucho más tarde, claro”.
Colaboro con una ONG (no con esta, por suerte) desde hace muchos años y la verdad es que la noticia me ha impactado mucho. Es cierto que no todos los cooperantes van a ser así pero eso no evita que a uno se le pongan los pelos como escarpias si estas cosas serán más habituales de lo que pensamos. Siempre habrá ovejas descarriadas pero la pregunta es ¿nadie controla esto? ¿Cómo es posible que haya habido gente que lo supiera y se haya callado? ¿En qué cabeza cabe que a estos «señores» se les haya dado la oportunidad de abandonar discretamente la organización para no dañar la imagen de la ONG? Estas cosas deben ser condenadas públicamente. Si se da un caso como este en la ONG con la que colaboro, me gustaría que se diera la voz de alarma enseguida y se informara a los socios de lo que ha pasado y de las medidas tomadas al respecto. Barrer debajo de la alfombra es lo que provoca mayor desconfianza. Una pena y un asco. Besotes!!
Me gustaMe gusta