Solos (por Vega)

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Fue el primer vecino que conocí y no vivía ni mucho menos en la puerta de al lado. Andaba como siempre, a la fresca con el histórico conserje, cuando la avería en mi caldera vieja aquel diciembre suscitó su curiosidad. Todavía le recuerdo vociferando, como hacía con cuánto decía, que no había de qué preocuparse porque era “ESTANCA”. Mientras Ventín, ochenta y muchos, gorro calado, polo por dentro y pantalón impecable beis, trasteaba en las manivelas inundándonos el salón al grito de “AHORA ESTANCA”, supe que habría que quererle.

Me lo encontré no pocas veces a la puerta de la redacción. Le gustaba pasear. Subía hasta plaza de Castilla y hacía la rotonda para volver a casa, como si fuese inevitable. Siempre teníamos la misma conversación. “¿ES QUE TIENES UNA REUNIÓN POR AQUÍ?” No, Ventín, es que trabajo aquí. Y así durante años.

Llevaba gorro calado en invierno y sombrero de tela en verano, pañuelo en mano, dentro y fuera del edificio. Tardé en saber que aún conservaba una cantidad razonable de pelo. Caminaba con la soltura de quien sabe a donde va pero no tiene ninguna prisa por llegar y siempre, invariablemente, sonreía. Una vez, al abrirse el ascensor me lo encontré comparando sus canillas con las del conserje, a ver quién estaba más ‘pelao’. Imaginé cuál había sido mi gesto cuando se dobló de la risa al mirarme.

Hasta mi perro le profesaba cariño y respeto a partes iguales. “ES UN BUEN ANIMAL ¿EH?”, solía gritarme Ventín.

Nos preguntábamos sobre su vida porque rara vez estaba con alguien que no fuera del barrio, pero hay cosas que no son para conversarlas en un portal. Le intuíamos una hija, la rubia simpática con la que compartía andar, de cuando en cuando, y poco más. Quizá una viudedad a las espaldas y una soledad impuesta frente a la que se rebelaba contando chistes y conversando hasta del vello de sus piernas.

Cuentan que un día, una vecina le propuso ir a una residencia. A Ventín aquello le sonó como a hotel y se lanzó a la tarea. Volvió al portal cargado de papeles y con los ojillos claros encendidos: había encontrado un sitio a un kilómetro de casa que podría pagarse durante los siguientes cuatro años. Total, tampoco pensaba vivir mucho más. Dicen que cuando llegó el día, a las once y media esperaba nervioso al taxi que le llevaría a su nueva vida. Dicen que a las cinco de la tarde del mismo día, Ventín estaba de vuelta en el bar de siempre. “AQUELLO ES UNA MIERDA —cuentan que dijo, y me lo creo— 3.500 EUROS AL MES Y ME QUIEREN MATAR DE HAMBRE”. No volvió a la residencia. Ni falta que le hacía.

Ayer volví al barrio como quien regresa al pueblo tras una larga temporada y pregunté por él. Hacía cuatro días lo encontraron muerto en su casa. Sólo. No tomaba medicación, pero le rodeaban un vaso con el poso de agua y decenas de envoltorios de pastillas. Sobre la mesa, una nota que el nuevo conserje tuvo la delicadeza de no leer y un sobre que el vecino que abrió la puerta tuvo la honradez de no escrutar. Se sabe que lo tenía previsto, porque a ese vecino el día antes en el portal le había recordado que era el único con llaves de su casa. Se sabe que tomó la decisión a conciencia y en soledad, porque aquella rubia de los paseos no era su hija, sino la mujer que le ponía la casa en orden de cuando en cuando y a la que ese día, precisamente, le tocaba ir a limpiar.

Dicen que la única familia de Ventín es un hermano que vive a muchos kilómetros de aquí. Le llamaron con insistencia pero nadie cogió el teléfono. El día después de que el juez levantase el cadáver, dos cuervos revolotearon por el portal, preguntando si había dinero en el sobre y para quién. Su decepción fue mayúscula cuando el conserje, por no mandarlas a tomar por el culo, las remitió a la autoridad judicial. Hubo una tercera visita, la de alguien que se identificó como amigo del hermano. Quería confirmar el suceso. Dijo que el pariente estaba a punto de llegar. Pero nadie apareció.

Cuatro días llevaban cuando escribí este texto los ochenta y tantos años del cuerpo de Ventín apilados en el Anatómico Forense sin nadie que los fuera a reclamar. Finalmente, los familiares comenzaron con los trámites para hacerse cargo de lo que quedaba de él. Cuando lo supe, me alegré. Es más triste la soledad en vida que tras la muerte, pero contra la primera, al menos, cabe un intercambio amable en el ascensor.

Sirva este post para rendirle un pequeño homenaje, aunque por respeto le he cambiado el nombre por otro tan gallego como el suyo. Sirva también para recordar la soledad que campa a sus anchas en las escaleras de todos y cada uno de nuestros portales. También dentro de nuestras familias.


3 respuestas a “Solos (por Vega)

  1. Impactante, y más viviendolo de primera mano. El gran mal de nuestra sociedad, la soledad, y no nos damos cuenta. Lo decía ya la madre Teresa de Calcuta. Pues ni caso hacemos, otro tema tabú

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