Zapatos nuevos (por Isa)

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Me dolían mucho los pies con esos zapatos. Eran nuevos, de piel marrón a dos tonos, con una hebilla plateada con forma de flor en el lado externo, y un tacón de una altura razonable, nada exagerado. Llevaba todo el día con ellos y la vuelta a casa me estaba resultando insufrible. Tenía ganas de llegar, me los iba a quitar nada más cruzar la puerta. Subí las escaleras del metro parsimoniosamente. Otra vez se había estropeado el ascensor. Cuando salí a la calle, ya en mi barrio, aún no había anochecido y la temperatura era demasiado benigna para estar a mediados de enero. Volví a mirarme los zapatos marrones. Me dió la sensación de que se me habían hinchado los pies y todo. Joer, aún me quedaba al menos cuarto de hora para llegar a casa. A mi ritmo de hoy, con los malditos zapatos de la hebilla de flor, probablemente más.

Suspirando, eché a andar calle arriba mirando para abajo, otra vez, concentrando el odio en mis zapatos recién estrenados y en mi barrio de nueva construcción en la periferia de Madrid. Avenidas anchas y largas, con amplias aceras y arbolitos escuálidos. Le había cogido manía. Lo reconozco. Es una de estas zonas residenciales que tan bien venden las inmobiliarias. Muchos parques, colegios y trasiego infantil. Ideal para las familias. Sobre todo si tienes coche, porque andando todo pilla lejos y hasta ir a comprar el pan supone una caminata.

Al llegar al primer cruce, el de la iglesia de San Matías, le ví avanzar a lo lejos, en el coche, por la calle perpendicular. Era mi marido, Miguel, que se dirigía a casa. Qué bien. Así me acerca y me ahorro el paseíto, pensé. Le llamé. Pero no me oyó. Le grité de nuevo, pero nada. Pasó por delante de mis narices y no me vio. Volví a gritar, con un amago de carrera hacia el coche, mientras se alejaba. Y entonces surgió ella, de la nada, corriendo con su abrigo fucsia. Una ráfaga rosa en mitad de la carretera. El coche frenó. Pero ya le había pasado por encima. Miguel derrapó con el frenazo, con el chillido metálico que precede a una desgracia y el olor penetrante a goma quemada en el asfalto, pero el coche se estampó contra el muro de la iglesia. Un columna de humo empezó a salir del coche y el sonido del claxon se quedó suspendido como una sirena.

Volví a gritar su nombre. Esta vez con un chillido que me salió de las entrañas. Entonces sí corrí. Un montón de gente corría también con las caras desencajadas y los ojos desorbitados de pánico. En mitad de la calle, estaba la niña, con su abrigo rosa salpicado de rojo. No pude acercarme. No pude. Seguí corriendo hacia el coche y divisé a Miguel con la cabeza ensangrentada vencida sobre el volante. ¡Miguel! No se movió. Me dió miedo tocarle. ¿Y si está muerto?  Saqué el móvil y marqué el 112. Un accidente, dije, sí, de coche, sí, en la calle Rosaura Fresneda con la avenida de Colombia, sí, en La Veguilla. Vale, ya vienen para acá. Ah, ya les han avisado. No sé. Al menos dos heridos. Colgué. No era la primera que llamaba. Me aproximé más al coche y esta vez me armé de valor para abrir la puerta del copiloto. Estaba bloqueada. Rompí a llorar sin saber qué hacer.

Entonces la oí. Un alarido desgarrador, de animal salvaje herido, casi un aullido de lobo, casi un rugido de león. Un no no no no no que se escuchó en toda la galaxia y que me desgarró por dentro. Me volví para mirar lo que no había querido ver. Arrodillada en mitad de la calzada, abrazada a ese pequeño cuerpo inerte de color fucsia, con el balanceo pendular de las enloquecidas, bramando incoherencias y derramando mares. Allí estaba ella, la madre amputada.

El ruido de las ambulancias eclipsó todo lo demás. Tragué saliva y no sé cómo recuperé la frialdad para hablar con los del SAMUR, identificarme como la mujer del hombre del coche, y subirme con ellos y con Miguel en la ambulancia. Desde la ventanilla, volví a mirar hacia ella. Ya estaba de pie y hablaba con uno de los médicos. La observé de arriba a abajo. Una mujer en la treintena. Alta y espigada, la melena castaña sobre su espalda, un chaquetón beige, una falda vaquera y unos zapatos de tacón de una altura razonable, nada exagerado, de piel marrón, a dos tonos, con una hebilla plateada en forma de flor en el lado externo.


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