Nunca pasarás del seis

Cuando tenía la edad de mi hija y solo me llamaban Isabel en casa, mi maestra, que llevaba dos años siendo mi tutora me dijo: «Carmencita, nunca pasarás del seis». Qué frase más lapidaria para una niña de 8 años, que era feliz viajando con su mente, imaginando situaciones y personajes pero a la que le costaban mucho las matemáticas y la geografía. Todos los días, durante aquel tercer curso con aquella profesora, iba a su casa en su Simca 1200 rojo con sus hijas, que eran unos cuantos años mayores que yo, para dar clases particulares. Pero se ve que todo mi esfuerzo (también el suyo, que duda cabe) no le lucían.

Monchi, mi profe, era una mujer fuerte, que sacó a sus hijas adelante tras un divorcio cuando nadie se divorciaba, nada más aprobarse la ley. Era una profesional competente que fumaba muchísimo cuando todo el mundo fumaba. Sí, también en el aula. Era una docente dura y eficaz, que tenía que lidiar con una clase de 44 mocosos y que conseguía que la gran mayoría aprendieran lo que debían. Todo el mundo adoraba a Monchi. Hasta yo la adoraba y la sigo recordando con cariño. Hace poco, gracias a mi querido profesor de Filosofía —con el que ya sacaba sobresalientes—, me enteré de su muerte, y lo sentí muchísimo. Yo no sería quien soy sin ella. Me inculcó como nadie el virus de la responsabilidad y del esfuerzo, de la constancia.

Últimamente me escuece mucho recordar la anécdota del seis, ese que me costaba tanto conseguir, porque veo a mi hija pasando por algo similar. Con la angustia de tener que dedicar sus tardes a la tortura de los números y las letras en lugar de dedicar esas horas al ocio de inventarle vidas a sus muñecas o a crear canciones y coreografías. Creía, tonta de mí, que las cosas habían cambiado en 40 años. Pero no contaba con que el problema no era Monchi (pobre Monchi) sino el jodido sistema.

Nunca olvidaré el coche de mi profe

Ya hace años cuando el mayor estaba en el último año de infantil, el sistema me dió un toque. Resulta que el niño era disperso, según su maestra: Se despistaba y a pesar de saber lo que tenía que hacer no terminaba. Era un niño con potencial pero cuyo rendimiento podía verse afectado si dejaba a medias las fichas de espirales y sucesiones numéricas. De poco le iba a servir ser brillante si se salía del redil del sistema. Estuve algunos meses obsesionada con el tema. Aquel verano, paseando por la playa, me dijo: «Mamá, he pensado que de mayor quiero ser científico para inventar la máquina del tiempo». Le contesté que me parecía un reto genial. Y entonces me dijo: «pero a lo mejor no puedo ser científico, porque hay que estudiar mucho, y yo no acabo las fichas». Podéis imaginar la indignación que sentí en ese momento. ¡Tenía 5 años!

A veces pienso que igual sería distinta si hubiesen potenciado mis habilidades en lugar de lastrármelas por ineficientes, proscritas como si fueran un pecado, en aras de memorizar las tablas de multiplicar, los ríos de España y hasta el Credo, que sigo recordando a día de hoy desde mi ateísmo consciente.

No hay tiranía más atroz que la que impone el sistema. Algunos pueden vivir ignorantes de que están subyugados a él, porque tienen la suerte de haberse adaptado sin problemas. Mi hijo se adaptó en Primaria y lo de las fichas no fue más allá. Pero no todo el mundo encaja. A los que no encajamos nos pasan por la trituradora, nos lobotomizan con la doctrina, nos etiquetan con trastornos de nuevo cuño o con el menosprecio de toda la vida: tonta, lenta, torpe, vaga.

Me aconsejan que me resigne, que me adapte, que no me agobie, que es lo que hay… pero me cuesta mucho dejarlo pasar, seguir la corriente sin más. A veces me visualizo tratando de inocularle a mi hija el germen de la responsabilidad y del esfuerzo, de la constancia, como hicieron conmigo, y no me soporto a mí misma.


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