Caso clínico

Todo empezó con un dolor agudo en la pierna derecha, de la cadera al tobillo, con más intensidad en la rodilla. Aguantó un par de días, pero como la cosa iba a más, se decidió por ir a urgencias. En su hospital, como siempre que acudía por alguna molestia grave, la espera fue de horas. Había muchísima gente. Cuando por fin le atendió una doctora exhausta por la larga jornada, revisó los síntomas y no le dio muchas vueltas más: es ciática. Le prescribió reposo y calmantes, y le mandó a casa.

En casa, el reposo se le hizo duro. Era tumbado cuando más se agudizaba el dolor mezclado con un ardor insoportable. Para colmo, un sarpullido purulento le colonizó la piel de toda la zona afectada. “Igual es una reacción alérgica” le dijo su mujer. “Pues debe de ser por la pomada antiinflamatoria que me estoy echando” contestó él.  Y siguió aguantando el dolor como podía. Al cabo de unos días, comprobó asustado que la pierna se le doblaba estando de pie. No le reaccionaba bien. Una noche al tratar de llegar a su habitación desde el salón, la pierna derecha cedió y se cayó al suelo. Aturdido por la situación, llamó al 112 solicitando asistencia, pero cuando consiguió hablar con alguien se lo quitaron de encima con un “aquí estamos para cosas graves”.

Durante la semana siguiente probó a desplazarse ayudado de un andador, pero volvió a caerse y se hizo una brecha en la ceja, muy cerca del ojo. Una de sus hijas le llevó al centro de salud cercano a su casa, donde le suturaron la herida. Para ese momento, no era capaz de mantenerse en pie por sí solo ni de mover esa pierna en absoluto. 

De vuelta en urgencias, los profesionales que le ven determinan que esa inmovilidad tan severa no se corresponde con una ciática (vaya) y le dejan ingresado para hacerle pruebas neurológicas. Tras una semana de resonancias, electromiogramas y otras pruebas sensitivas, el neurólogo, a la vista de las costras que le habían dejado las úlceras en la piel, le dice: “esto es la culebrilla”.  “Así es como se conoce coloquialmente al herpes zoster”,  le explica. 

Punción lumbar para determinar la afectación en la médula, antiviral intravenoso y otra semana de ingreso hasta empezar con la rehabilitación: 15 minutos diarios.  Tras un par de días de rehabilitación el médico le dice que le pueden dar el alta, pero él  le dice que su casa no está adaptada, que no se puede mover, que necesita asistencia… En el hospital no hay camas por lo que deciden derivarle a un centro de rehabilitación. Es viernes y son las cuatro de la tarde cuando le bajan a la planta S2 del hospital en la silla de ruedas y le dejan en una sala que luce en un cartel el alentador nombre de ‘Prealta’. Pero la gente que allí está, a la espera de que una ambulancia les recoja, no parecen estar como para irse a casa. La mayoría en camilla y quejándose de dolores, balbuceando en el idioma de los dementes. El panorama no presagia nada bueno pero, qué remedio, toca esperar allí.  Pasa más de tres horas en esa antesala del purgatorio sin ventanas ni salida visible al exterior. Su mujer, que fuma, intenta salir, pero tiene que volver sin éxito y sin su dosis de nicotina. Por fin, un celador dice su nombre en alto y se lo lleva por el laberíntico camino hasta la ambulancia. Allí descubre que no hay rampa, que tiene que dejar la silla de ruedas en el hospital y subir por su cuenta al asiento trasero. Con mucho esfuerzo, consigue subir. La proeza y la dificultad para lograrlo le emociona hasta las lágrimas. 

En diez minutos de trayecto por la autovía, llegan al centro de rehabilitación que está en mitad de la nada. Al margen de una carretera y con un pinar a la espalda. Nada más entrar al edificio se percibe que los años han hecho estragos en él, y que no se ha realizado el mantenimiento adecuado. Planta 6, habitación 632a. En la cama contigua a la suya, un señor muy mayor respira con dificultad. La persona que le acompaña y que se identifica como su hijo dice que no habla, que le queda poco de vida, que ya está esperando la sedación. De la silla de ruedas en la que le han subido desde la ambulancia le dejan en una butaca. Allí no hay sillas de ruedas para moverse. En el baño de su habitación compartida, todo está sucio. La cuña y las paredes tienen salpicaduras marrones, probablemente de heces. El olor es intenso y el calor insoportable, el aire es tan pesado que aturde. Pide agua. Pero no hay. No se facilita a los pacientes. Hay que bajar a la planta de admisión, a una máquina expendedora que funciona con monedas. Pero él no tiene monedas y tampoco puede moverse.

El resto de las celdas de ese pasillo están habitadas por personas parecidas a su vecino, similares a los que habían esperado junto a él en aquella sala de ‘prealta’ del hospital, mascullando palabras incomprensibles o llamando a gritos a gente que no está allí, quizá ni siquiera en este mundo. Es ya la hora de la cena, y le traen una bandeja, pero no la medicación que ha de tomarse antes. La pide. Le ignoran. Insiste.  La única enfermera de la planta le responde con condescendencia, con ese tono que se usa para hablar a los niños pequeños. Protesta. Le regaña. De ahí no va a sacar nada. Antes de acostarse, le llevan su medicación, y le meten en la cama. El timbre para llamar al puesto de enfermería no funciona. Bueno, se apañará, piensa. 

Está jugando con su hermano mayor al balón junto a una tapia. No llegan a los once. Corre y le da patadas a la pelota con sus piernas ágiles y fuertes. Gooool. Sonríe. Pega el sol, tiene sed, ha sudado y se está meando. Se acerca a la pared para aliviarse. Abre los ojos y se nota empapado. Estaba soñando y se ha hecho pis en la cama. Pulsa el botón en la pera junto a su cama pero no suena. Es verdad, que no funciona. Lanza gritos hacia el pasillo: Por favor, por favor, aquí, que alguien me ayude. Nada. Tiene frío y está muy mojado pero nadie le hace caso. Es de día cuando al fin alguien entra a la habitación y puede pedirle que le cambie de ropa, que le seque. Está aterido. 

El día siguiente transcurre sin grandes incidencias pero a la noche le traen una pastilla que no es. Oiga, esta no es mi medicación, le dice a la enfermera. Pasa un buen rato y la enfermera vuelve para confesarle que no encuentra sus medicinas. Le lleva la cajonera para que él mismo compruebe que no está y, rebuscando lo que descubre es que en el cajetín que le corresponde, el 632a, está la medicación de otro paciente. Finalmente la bolsita trasparente con los blisters que le correspondían aparecen detrás de unos archivadores. 

Pasan varios días pero la rehabilitación no empieza. Hay que esperar. Una mañana le pinchan la medicación nocturna. Ya está tan amodorrado en ese ambiente que no es capaz de reaccionar hasta después. Lo comenta, pero no parece que lo tengan en cuenta. Su mujer pasa la tarde con él y le nota ido, ausente. “Quiero irme de aquí”, le dice. “¿Y dónde vamos a ir”,  contesta ella, “aquí  es donde nos han mandado. No se puede elegir”.  Por la noche intentan volver a pincharle. “Ya me lo pusisteis esta mañana”, se queja, pero no le creen. “No está registrado”, dice la enfermera. Y le pincha. Otra dosis.

Está tumbado en la cama y se incorpora sin esfuerzo, se levanta y camina sin problema. Aparta la silla de ruedas y sale de la habitación 632.  Recorre el pasillo, pasa del ascensor y baja por las escaleras, saltando los escalones de dos en dos casi al trote. No se cruza con nadie, ni siquiera en el lobby y sale de ese lugar respirando intensamente, con gusto, el fragante oxígeno que despiden los pinos. Avanza por el camino de tierra y cantos rodados, deprisa, con seguridad, galopando y sintiendo sus músculos trabajar. Corre rápido y cierra los ojos con fuerza. No quiero despertar.

Esta no es la historia de mi padre. No toda. Mi padre ha tenido suerte: Está plenamente consciente (puede hablar y quejarse) y rodeado de personas que se desviven por él y le atienden. Mi padre ha tenido los medios para salir de allí y cambiar el final de la historia. Pero no todos pueden. Y hay que luchar por ellos. Hay que luchar por los que no pueden. Hay que luchar para que todos puedan. Y solo hay una fórmula para lograrlo: sanidad pública de calidad para todos.


3 respuestas a “Caso clínico

    1. Muchas gracias, Pablo. Ojalá pueda recuperarse y volver a andar♥️

      Nadie debería pasar por un lugar así ni sufrir una cadena de despropósitos causados por las negligencias y la falta de supervisión y de presupuesto. Esto no debería suceder, pero sucede.

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