
Trabajaba hasta las 16.30. Cargaba datos en tablas y sacaba estadísticas contrastables. Solo hacía una pausa de media hora a la una en punto para calentar su tartera y almorzar en el office repasando el periódico. Su labor, puro orden y detalle, le apasionaba. Pese a ello, procuraba no excederse. No era partidaria de los excesos en ningún caso. En este tampoco. Llegaba a casa, un modesto piso en una finca señorial del barrio de Salamanca, poco antes de las cinco. Dejaba su bolso, pasaba por el baño –no se sentía cómoda aliviando su intestino en retrete ajeno-, se retocaba el maquillaje, se perfumaba de nuevo y después salía con Marquesa, un cruce de caniche y chucho, para que ella también pudiera cubrir sus necesidades fisiológicas. Justo a las cinco.
Él lo sabía. Conocía su rígida rutina. Llevaba semanas observándola. Recorriendo paso a paso sus escenarios frecuentes, y había desarrollado una paciencia ansiosa para esperarla en el lugar preciso, en el momento oportuno. Los nervios le estrangulaban el estómago los minutos previos al encuentro… pero ella siempre aparecía.
Cada día, elegía una ubicación en la que poder esperarla. Unas veces, se quedaba parado en la esquina de su calle, para observar como se desviaba por la perpendicular; otras, en el kiosko donde invariablemente compraba El Mundo en su camino hacia la parada del autobús. Se quedaba muy quieto, aguantando la respiración y la veía acercarse para alejarse justo después, dejando su halo impregnado en el ambiente.
Un martes, en un alarde de osadía insólito en él, se sentó en el banco donde ella se fumaba cada tarde su único cigarrillo diario, mientras la Marquesa corría a su aire por el parque. El corazón le latía con tal energía, que temía que ella pudiese oir el furor de ese solo de batería que atronaba en su pecho. Estaban muy cerca. Casi podía rozar su chaqueta de ante, su falda de lana fina, su pañuelo de seda natural… Por fin pudo deleitarse con ese perfume cítrico disfrazado de humo, disfrutó de su proximidad como nunca antes lo había hecho y escuchó su voz por primera vez.
“¡Marquesa!”- gritó, llamando a la perra, con un tono agudo y afilado que le heló la sangre.
No podía ser. ¿Así hablaba esa mujer? ¿¿»su» mujer?? Ese registro sonoro le sacó de su ensimismamiento febril: qué voz más chabacana. El acento barriobajero, el timbre descontrolado de quién no ha sabido educar sus cuerdas vocales. Nunca había escuchado algo tan exento de categoría, tan fuera de lugar para la zona exclusiva en la que se encontraban. Sin duda, la señorita era una impostora, con esos aires refinados que ahora se tornaban fingidos a sus ojos, una vez que sus oídos le habían sacado del error. Sin glamour. Sin clase. Sin pedigrí. Como la falsa Marquesa.
¿Estabas canino? 🙂
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Un relato «perruno» en Imperfectas… Ya era hora!!!
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Gracias 😉
a mí los impostores, sobre todo esta que lo es inconscientemente, me caen bien.
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¡Gracias, Chelo! no se qué es peor si una marquesa impostora o una de las de verdad…
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pues sí, el muchacho parece un pelín complicadete… aunque vete a saber, lo mismo luego era un amor 😉
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Estoy con MI Alter Ego, mucha marquesa de postillo por el mundo, pero la final, como dice el refrán «por la boca muere el pez». Muy chulo el relato 🙂
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Todos tenemos algo de impostores, por lo demás. En algún momento.
El Observador.
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Me gusta el giro final. No tengo estómago, a estas horas, para un desenlace más fuerte.
El Observador.
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Salvada por la campana, por el timbre de voz. Sin duda, mejor para ella. El tipo daba miedo.
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jajajaja la verdad es que casi mejor para la prota, que a mí este tipo tan obsesivo me da un poco de mal rollito 😉
Gracias por comentar, Mi Álter Ego
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Hay muchas seudomarquesas en el mundo. Y a veces es muy difícil detectarlas… Besotes!!!
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