Pasan los meses y me invade el hartazgo al ver que pasa siempre lo mismo. Cada día la sociedad española, también la del resto de Europa y no digamos la estadounidense, dan más pasos hacia la involución. La libertad de expresión se va anulando poco a poco, la lucha por la igualdad de las mujeres cae en trampas sucesivas y la capacidad de los ciudadanos para darse cuenta de que les están hurtando sus derechos se anestesia.
Empiezo a escribir sin saber a donde voy a llegar al final del artículo, asqueada por la mediocridad y la cutrez malintencionada que lo invade todo. Hay que conformarse con salarios que no dan ni para comer garbanzos ni para poner la calefacción; hay que tener cuidado de rebotar un tuit ofensivo para algún neofascista, no vayamos a acabar en la cárcel en la que él debería estar; hay que dejar a los niños en manos de los asesinos de sus madres o de quienes las han maltratado para que la Fiscalía no nos pida cinco años de cárcel. Todo esto está pasando y mientras, los ciudadanos se ven impelidos por la fuerza desbordante de los medios de comunicación a hacer como que no sucede nada, como que seguimos en la sociedad del bienestar.
Por eso estoy harta, porque no puedo asumir que los miles de jóvenes, y no tan jóvenes, vivan sumidos en la precariedad y temiendo que les echen del trabajo mañana, porque tampoco puedo asumir que los únicos que puedan decir lo que quieren sin miedo sean los que perpetran todos nuestros males y porque se me revuelven las tripas cuando la justicia se venga de no se qué actuación de Juana Rivas intentando encarcelarla y quitarle la patria potestad, algo que le siguen concediendo al marido condenado por maltrato.
Todo esto es motivo para estar harta, pero lo que a mí me provoca un mayor hartazgo es la actitud de las personas a las que, de momento, no ha llegado la oleada de expoliación de sus derechos, o ha llegado en menor medida. Son los de “eso no va conmigo” o los resignados a ceder derechos o ingresos “para evitar un mal mayor”. Son los que dicen “si no hay mas remedio…” que me bajen la pensión, que me reduzcan el sueldo o el subsidio, que no funcionen bien los cercanías o que ya no pueda estar tranquilo cuando expongo mi parecer en Facebook. Son también los que asumen el mensaje de “es que no hay dinero” para ayudar a los parados, dar de comer a los niños en riesgo de pobreza o garantizar la calefacción de los jubilados. Todos ellos ven como normal los fastos de algunos conciudadanos que reciben grandes cantidades del erario público y hasta alaban los modelos que lucen. Todos ellos aceptan que las grandes empresas paguen la tercera parte (y puede que me quede corta) de los impuestos que deberían pagar y que lo hagan legalmente sin prestar los servicios que se han comprometido a dar, como sucedió hace unos días en la AP-6.
Me encantaría que toda esta gente abriera los ojos y se diera cuenta de que hay opciones a la resignación, al conformismo o, lo que es peor, a esperar poder convertirse en uno de los agraciados a vivir de los demás. Pero una gran parte de mi hartazgo nace de que estoy bastante segura de que no van a despertar y van a permitir que volvamos a los años 30 del siglo XX. Por eso me acojo al único derecho que me queda, un derecho completamente imperfecto, el derecho al pataleo. No pienso callarme. Voy a decir la verdad mientras me quede un rinconcito en Internet.
Cristina Buhigas: Tras fundar y asistir al cierre de numerosos medios de comunicación, del antiquísimo Pueblo al moderno Público; de trabajar en ellos miles de horas, como en los diarios económicos La Gaceta de los Negocios o La Economía 16 y en la agencia de noticias Europa Press, Cristina ha conseguido liberarse de libros de estilo y, lo que es más importante, de líneas editoriales, gracias a la jubilación.
Ay, cuánta razón tienes… Y cuánto lamento que la tengas. Somos un rebaño de ovejas obedientes. Hemos perdido el espíritu crítico, la fuerza contestataria; estamos desmovilizados política y socialmente, ¡no digamos sindicalmente! ¿Qué nos hace falta para reaccionar de una vez? Es más fácil refunfuñar en la barra del bar y en las redes que lanzarse a la calle, pero no puede ser sólo por pereza. ¿Qué nos pasa a los españoles?
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No callar es fundamental. A veces no está en nuestra mano hacer nada, pero la denuncia es un acto que, si tiene una mínima difusión, puede rescatar a alguna persona de las que no están bien informadas y se resignan.
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Pues sí, lo que más indigna es lo pasivos que estamos (me incluyo) ante todas las injusticias que vemos a diario. Hay que hacer algo porque si seguimos callados cada vez nos van a ir quitando más derechos. Besotes!!
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