Últimamente no paro de encontrarme con libros y artículos de gente que reivindica el paseo. Está de moda, por lo que se ve. Este verano, disfruté con mucho interés la serie de crónicas periodísticas del peregrinaje desde Madrid a su pueblo de Patricia Gosálvez, bajo el título de ‘Un caminar propio‘, que publicó El País. La semana pasada estuve charlando con Sergio C. Fanjul de su libro ‘La Ciudad infinita’, una recopilación de sus paseos por los 21 distritos de Madrid, cuya lectura me ha fascinado, y me di cuenta de que soy de su clan, el de los paseadores.
Como se suele decir, yo ya lo hacía antes de que estuviera de moda. Y es que a mí siempre me ha gustado mucho pasear. Supongo que tiene que ver con mi forma de ser, soy una persona muy activa y callejera, y caminar aúna las dos cosas. Conozco gente a la que le da pereza lo de ponerse a andar, e incluso salir, pero a mí me pasa al revés. En seguida se me cae a casa encima y lanzarme a la calle a caminar me pone las pilas y me sube el ánimo. Es una de las cosas que peor he llevado de la enfermedad (o más bien, del tratamiento), que me ha obligado a estar días enteros en casa sin apenas poder moverme. Aún hoy, una de las secuelas de la quimio, el entumecimiento y hormigueo en las manos y en los pies, me fastidia bastante a la hora de caminar, ya no puedo disfrutarlo como antes. Pero no estoy aquí para lloriquear, si no para hablar de las virtudes del paseo.
Lo de caminar es algo que me gusta desde que era una chavala, que salía a andar sin destino fijo, solo por el placer de hacerlo. Me iba de la casa de mis padres y según para donde tirase llegaba a la ciudad más allá del barrio, o me salía de ella. Ninguna de mis amigas de entonces me seguía el rollo en ese hobby abuelil, así que es una actividad que siempre he practicado mucho en solitario. A veces, la disfrazo de deporte, me pongo unas zapatillas y unas mallas (o un chandal) y camino a buen ritmo, como Rajoy, aunque mi objetivo principal nunca ha sido deportivo. Me ayuda mucho a desconectar de las preocupaciones, a liberar tensiones, a abstraerme y a pensar en otras cosas, más trascendentes (o no).
Para las personas que somos multitarea desde antes de que eso tuviera nombre, caminar puede suponer una terapia de lo más efectiva, pues te obliga a concentrarte en algo. Si estás andando, sobre todo si vas rápido, no puedes hacer otra cosa; como, por ejemplo, mirar el móvil… si no quieres tropezarte, chocarte con alguien o que te atropelle un coche.
Caminar es un revulsivo, una forma de rebelión ante la sociedad que nos ha tocado vivir que oscila entre el estrés y el sedentarismo. A mí me gusta ir de un sitio a otro andando, me oxigena la mente, pero como tengo tendencia a salir con la hora pegada, suelo ir a toda leche y ese tipo de trayecto acelerado no es el ideal. Lo que mola es deambular, incluso si tienes un destino final, recrearte en cambiar el itinerario habitual, perderte. Lo de perderme se me da bastante bien porque tengo un sentido de la orientación pésimo que compenso aprendiéndome el nombre de las calles. Como lo sé, me siento más segura yendo siempre por el mismo camino, y abandonarlo es toda una audacia pero que merece la pena. Sobre todo para ver. Sí, para ver, porque ¿os habéis dado cuenta de que cuando vais por donde todos los días entráis en piloto automático, avanzáis casi sin mirar?
Viajar siempre ha sido para mí una excelente oportunidad para caminar. Andando es como mejor se conocen los sitios, pateando bien las calles de las ciudades que uno visita y vagabundeando por sus caminos. A ritmo de paseo se captan mejor todos los detalles y siempre puede uno pararse a pegar la hebra con otros congéneres que le cuenten cosas del lugar. Luego duelen las piernas del esfuerzo. Claro. Pero se duerme fenomenal, que es otra de las grandes ventajas de caminar.
Más relajante aún resulta pasear por la playa, junto al mar, con el sonido de las olas de fondo. Dejar la mente en blanco, echar a andar y dejarse llevar por los flujos del pensamiento a ritmo marino. Qué placer para los pies y para la cabeza. Dicen los entendidos que además caminar excita la creatividad, y seguro que es así. A mí se me ocurren casi todas las ideas caminando… aunque luego se me olviden. El tema de este post seguro que se me ocurrió andando.
En fin, hacedle caso al maestro Machado y andad, que os va a venir muy bien. Ya sé que es difícil sacar un rato para perderse pero no imposible. Como casi todo en esta vida es cuestión de voluntad.
Siempre me ha encantado pasear y las grandes urbes son perfectas para eso: caminar sin rumbo concreto y perderte (a veces literalmente) por sus mil recovecos. Lo hacía mucho cuando llegué a vivir a Madrid y a Londres, con mucho tiempo libre y pocos amigos con quienes compartirlo. Me sigue gustando hacerlo siempre que puedo y sorprenderme con cosas que no había visto nunca, aun habiendo vivido aquí tantos años.
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Precioso. Y qué maravilla es caminar
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