Al principio me invadió el miedo al contagio, la casa se convirtió en la cueva primigenia, el lugar sagrado en el que nada podía atacarme, donde era invulnerable. Luché por no salir, encargando la compra online y limpiando con hidroalcohol lo que me traían. Llegué a consumir hasta la última miga de alimento antes de volver a hacer el encargo, para evitar el lejano contacto con mascarilla del trabajador que dejaba las bolsas en mi puerta. Ví hasta la última noticia sobre el virus asesino en la televisión, escuché la radio y leí digitalmente todo lo que se publicaba. El monstruo crecía atravesando el mundo y los mensajes no dejaban de sonar en el móvil. De pronto, hasta personas con las que solo hablaba una vez al año comenzaron a necesitar el chateo continuo. Videollamadas para ver a las nietas, por miedo a que se olvidaran de mi rostro. Hablé con amigas aterrorizadas, que se desnudaban en la misma puerta al volver de comprar y lavaban la ropa a 60 grados, dejándola pequeña y desteñida, para tirarla directamente a la basura. Hablé con amigas inconscientes, que buscaban cientos de planes para salir a la calle sin protección alguna.
El tiempo pasó y el encierro se hizo rutinario. Tabla de Pilates, paseo a buen paso por el patio, ¡bendito patio! Alivio al comprobar que ningún ser querido estaba contagiado y todos permanecían en sus casas, prácticamente sin riesgo. Noticias tristes de madres, padres o abuelos de amigos que morían solos. Otra vez alivio, al constatar que mi madre se había ido hacía cuatro meses sin tener que pasar por esta condena. Tensión al entrar por primera vez en la farmacia a por todas las protecciones, lo mismo en el supermercado, prácticamente huyendo del establecimiento con cuatro cosas imprescindibles y alguna innecesaria en la mano. Largas desinfecciones al llegar a casa. Luego llegaron los paseos prudentes, con mascarilla y el gel desinfectante en el bolsillo del pantalón, esquivando a los otros viandantes desde que los veía a lo lejos.
Mientras se me iba quitando el miedo cerval del principio, aparecieron los sustos, por redes sociales y medios de comunicación entraban los bulos de absurdeces sanitarias (el 5G culpable, el virus de laboratorio, los vahos milagrosos, la ingesta de lejía) y las terribles mentiras políticas, basadas en que la pandemia no era tal, sino una construcción del Gobierno de España que, no se sabe por qué estúpida razón, deseaba matar a sus conciudadanos. Discusiones en las redes y los chats de amigos y familia sobre todas estas memeces, que me dejaban agotada, aunque con la capacidad de raciocinio intacta.
Había pensado que durante el encierro iba a leer mucho, a seguir escribiendo. El miedo y los sustos no me lo han permitido. Tres libros en tres meses no son nada y tres páginas de la nueva novela, que ya tenía en la cabeza antes de que se desatara el terror mundial, tampoco. Curioso que todo sea triple…
Ahora, de camino a la nueva normalidad, sigo en mi particular fase 1. Solo he tenido contacto físico con dos personas, una la peluquera que puso remedio hace unos días a un aspecto que se correspondía con mi estado de ánimo troglodita, la otra alguien querido de cuya compañía ya no podía prescindir. Planifico una visita con mascarilla a mis hijos y nietas, la imagino andando por el parque, sin tocarnos y viendo a las niñas correr. Pienso en un verano encerrada en un Madrid ardiente o en un apartamento en el norte en algún lugar de costa poco frecuentado, donde seguir sin pisar esas terrazas y chiringuitos que a un montón de inconscientes les parecen imprescindibles.
El futuro que se abre ante mí no deja de contener el miedo, aunque se haya convertido en un sentimiento cotidiano y por ello asumible. Por desgracia, creo que tampoco dejará de contener los sustos provocados por los descerebrados que quieren destruir la convivencia pacífica y la solidaridad en una sociedad que solo quiere seguir adelante y VIVIR, así, con mayúscula, porque hemos comprendido que nuestra vida corre peligro y que solo la preocupación y el respeto por los demás nos aleja de él.
Sueño con la vacuna milagrosa que me permita dejar de salir con bozal y abrazar a todo el que se me antoje. Mientras, comienzo a darle a la tecla metódicamente de nuevo y me alegro de tener más tiempo para hacerlo porque las comidas y las cenas sociales desaparecerán para mi durante mucho tiempo. Debo reconocer que me alegra haber recuperado el gusto por la cocina, abandonado hacía siglos, y por los paseos largos recorriendo las zonas más solitarias de mi barrio, fijándome en árboles y fachadas, mientras el coche sigue aparcado y los chats languidecen… quizá quienes los poblaban están en las terrazas.
Cristina Buhigas: Tras fundar y asistir al cierre de numerosos medios de comunicación, del antiquísimo Pueblo al moderno Público; de trabajar en ellos miles de horas, como en los diarios económicos La Gaceta de los Negocios o La Economía 16 y en la agencia de noticias Europa Press, Cristina ha conseguido liberarse de libros de estilo y, lo que es más importante, de líneas editoriales, gracias a la jubilación. Es autora de varias novelas, la última de ellas ‘Prometo serte infiel‘.
Me siento muy identificada con lo que cuentas. Hemos vivido (estamos viviendo aún) una situación insólita. Hubo algún momento en el que pensé que podría servirnos para aprender y mejorar como sociedad. Ahora, la verdad es que no albergo muchas esperanzas en ese sentido.
Gracias por tu texto 🙂
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