
Y se acabó el verano y sigo sin planes, sin agenda, sin acercarme físicamente a nadie. Sigo en mi burbuja, en mi casa. Es verdad que salgo a comprar, a darme un paseo, que incluso he quedado para andar con alguna amiga, cada una con su mascarilla y sin tocarnos después de más de siete meses. Es verdad que hasta he ido a la peluquería —mascarillas, guantes, mamparas, cita previa, rociado de hidroalcohol al entrar—. He visto a mis hijos y mis nietas, a dos metros de distancia, sin tocarnos, al aire libre.
Nada se parece a nada de lo de antes y no sabemos hasta cuando va a prolongarse. Llego a la conclusión de que lo único igual es precisamente mi burbuja, el único lugar donde, tras dejar los zapatos en la entrada, quitarme la mascarilla y lavarme las manos, puedo llegar a creer que no ha pasado nada, que los hospitales no se llenaron, que no están volviendo a llenarse y que el miedo no nos atenaza.
Siempre me gustó mi casa, un chalet pequeño, a la manera de las casas en hilera británicas, construido en una colina en 1957. Una isla de ladrillo visto y plantas en medio de la ciudad, entre el Barrio de La Concepción y Arturo Soria. Algo más de cien metros de suelo de Madrid con un pequeño patio delante —lilo, níspero y mandarino incluidos— y otro con la misma superficie que la casa detrás —otra vez lilo, parra, laurel, flores—. Siempre supe que era un privilegio vivir aquí, con mi pequeño balcón junto a la mesa donde escribo estas líneas; pero ahora soy más consciente que nunca y por eso lo cuento.
Mientras escribo, escucho a dos vecinas, dos mujeres mayores que yo, hablar, cada una en su patio delantero, con la calle peatonal separándolas, exactamente como llevan haciéndolo desde que las recuerdo, mucho más jóvenes ellas y yo, cuando me mudé a esta colonia encantadora. Ellas y yo, cada una en nuestra burbuja, disfrutando de la comunicación, del aire libre, de la tranquilidad y el espacio de nuestras casas, pequeño pero más que suficiente.
Mis pensamientos se van hacia otras mujeres, esas que viven en los barrios hacinados, de calles estrechas y pisos sin ventilación, algunas compartiendo dormitorio con varias personas de su familia, otras incluso utilizan la misma cama que alguien que viene a dormir a horas diferentes a las de ellas, tras una jornada de trabajo precario y de metro apelotonado. Ellas no tienen burbuja, no pueden distanciarse del contagio potencial, no pueden salir a tomar el aire bajo la sombra de su árbol o asomarse al balcón a hablar con la vecina, porque muchas no disfrutan ni siquiera de una pequeña ventana.
Escucho las sirenas de las ambulancias. Desde hace unos días se oyen muchas más, casi tantas como en el mes de marzo. Pasan lejos, pero como aquí no hay tráfico y es domingo por la tarde, se escuchan perfectamente y me encogen el corazón. ¿Cómo voy a hacer planes de futuro más o menos inmediato escuchando ambulancias y sabiendo que en este momento otras mujeres se están contagiando porque no tienen burbuja?
Ahora podría decir que la sociedad debe cambiar, que esta pandemia tendría que servir para invertir en que nadie vuelva a vivir como esas mujeres, como toda esa gente sin burbuja; pero no estoy optimista, lo siento. Temo que, cuando esto acabe o si esto acaba, nadie se acuerde de lo necesarias que son las burbujas para conservar la salud y para no enloquecer.
Cristina Buhigas: Tras fundar y asistir al cierre de numerosos medios de comunicación, del antiquísimo Pueblo al moderno Público; de trabajar en ellos miles de horas, como en los diarios económicos La Gaceta de los Negocios o La Economía 16 y en la agencia de noticias Europa Press, Cristina ha conseguido liberarse de libros de estilo y, lo que es más importante, de líneas editoriales, gracias a la jubilación. Es autora de varias novelas, la última de ellas ‘Donde reside el poder‘.
¡Qué bien descrita esa necesidad de sentirse protegida! En estos tiempos de miedo, una no puede evitar pensar en todo lo que se podría (se debería) hacer para no volver a vernos en una situación así… pero es descorazonador saber que no se va a hacer nada.
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