
Ayer quise darle un homenaje culinario por el festivo, e ir a comer un buen arroz, que llevo tiempo con antojo. Mi intención no era buscar un local de postín ni muy caro, que tampoco está mi economía para muchos lujos, eso sí iba sobre seguro. Quería ir al Albur, una taberna especializada en arroces en la esquina de la calle Ruiz con Manuela Malasaña. Llevaba sin ir desde el confinamiento. Como sé que suele llenarse y siguiendo el consejo del encargado que siempre me dice que llame, me dispuse a ello. No me cogían el teléfono y extrañada busqué su ficha en Google, por si lo habían cambiado. Una leyenda en rojo resaltaba justo debajo del nombre: Cerrado permanentemente. No os voy a mentir: me puse a llorar amarga y desconsoladamente. No por el arroz que iba a dejar de comerme quizá para siempre, que también, sino por todo lo demás. Me vinieron a la memoria tantas buenas comidas y cenas sentada en sus taburetes, tantas celebraciones, la cara de los camareros y cocineros, a los que he visto regularmente durante años, gente que me ha visto soltera, que ha visto nacer y crecer a mis hijos. Afectada aún, anuncié a mis amigos y familia la mala noticia, buscando la empatía por los recuerdos compartidos. Y la encontré. «No es el único» —me dijo el que más cerca vive de allí— «la taberna de enfrente también ha cerrado y el restaurante de más arriba. Una sangría».
No quiero ser catastrofista, pero reconozco que el asunto me ha dejado tocada. ¿Cuántos negocios se habrán ido al carajo por culpa de la pandemia y las medidas de protección sanitaria? ¿Y los que viven de la cultura? ¿Cuántos cines y teatros cerrados? ¿Cuántos conciertos o espectáculos suspendidos? ¿Cuántos sueños rotos, familias en precario, con pérdidas o directamente en la ruina? Creo que no somos conscientes de lo que se nos viene encima, como no lo éramos de lo que se nos venía en marzo. Y no puedo evitar pensar que podríamos haber hecho algo para aliviar esto, que deberíamos estar haciendo algo. Que no se puede luchar contra el COVID solo a base de confinarnos, por mucho que sepamos que es lo que funciona. Que habrá que buscar soluciones sanitarias de otro tipo, que nos dejen seguir viviendo. Por qué no se están poniendo más medios sanitarios, por qué no se destina mayor inversión en recursos, en rastreadores, en médicos de atención primaria, en tests… qué pasa para que no se ponga freno a la desgracia, para que no se intente al menos.
El sábado me contaba un taxista como ellos también están sufriendo la crisis, como se iba a casa casi de vacío después de echarle horas y horas al volante. En un rato, el hombre me dió varias opciones para dinamizar su actividad, y de paso descongestionar el transporte público: una tarifa COVID, mucho más barata, o ofertas de carreras gratis cada cuatro o cinco. Fórmulas que podrían ayudarles a salir del bache pero que la desidia administrativa y la falta de acuerdo en el sector dificultan su aplicación.
¿No hay voluntad de solucionar las cosas?
Puede que hoy esté especialmente pesimista, pero ya me hacen dudarlo. Hay que ponerse a trabajar. Los que administran y gobiernan deberían aplicarse en ofrecer soluciones ya, no nos pueden dejar a nuestra suerte. No se puede confiar todo al albur.
Albur (RAE): Suerte o azar de que depende el resultado de un proyecto o un asunto.
Duele especialmente que esto parezca afectar especialmente a aquellos que hacen nuestra vida mejor
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