
¿Cuántas veces te has sorprendido con gente que pensabas que era de una manera y al rascar un poquito has visto que son aún mejores?
Yo muchas. Igual son los años y la perspectiva que te da la vida, pero sí, es algo sobre lo que reflexiono bastante últimamente.
Sobre las mil versiones que hay de nosotros mismos. Gente que conocí con veinte años a la que puede que le cayera rematadamente mal o increíblemente bien, y con esa versión de mí se quedaron.
Hoy sé que el vaivén de la vida, los tsunamis a los que sobrevives o las alegrías que saboreas te cambian y vas desprendiéndote de capas como hacen las serpientes. Lo que tengo también claro y por mucho cambio que experimente, es que en cierta situaciones, vuelvo a mi “yo” del pasado o de ese contexto en concreto.
Con mi madre por ejemplo, en su casa a los 10 minutos ya estoy en casa, y me tiro en el sofá de casa y me abro una coca cola y le doy la mano a mi madre y en vez de 46 vuelve mi yo de doce años y soy feliz.
Hace poco estuve en un reencuentro con ex compañeros de trabajo, a alguno fácil hacía 20 años que no lo veía, pero en un minuto fue como si los acabara de ver ayer. Tengo que reconocer que iba nerviosa pensando en cómo resumir tanto tiempo en apenas 3 horas pero la sensación con la que me quedé es que aunque es verdad que cambiamos (y creo que a mejor, todo sea dicho) la esencia siempre queda y de alguna manera volví en cierta modo a mi “yo” de aquellos años en aquella redacción, con mis compis de siempre y como si en vez de en un restaurante, tantos años después, estuviéramos cualquier tarde de jueves en el Lazo, el bareto de abajo de la oficina, de cañas.
Somos un millón de versiones, según donde, según con quien, según cuándo… y eso es genial. Y llegar a ese darse cuenta, aunque os parezca requeteobvio, es maravilloso, que hay mucha más gente de la que creéis que vive con el piloto automático.
Soy un millón de versiones de mí misma. Eso sí, sin perder la esencia de mi versión original que sin duda creo que es la que más mola de todas.