Una de las muchas escenas cautivadoras de la última de Almodóvar, ‘Dolor y gloria’, es la de un fabuloso beso en primer plano —tranquis, que no os la voy a destripar—. Es un morreo de esos gustosos, entre dos personajes francamente atractivos y con una gran carga emocional. No es que tenga una importancia capital en la trama, pero llevo unos cuantos días con ella en la cabeza. Los besos tienen algo muy perturbador y poderoso. Los que recibes, los que das y los que ves.
Salgo del cine, llego a casa, enciendo la tele y me encuentro con ‘Cinema Paradiso’, justo en la escena cumbre (esto sí es un SPOILER, pero inevitable; lo siento): el montaje final de los besos expurgados por los censores que Alfredo deja en herencia a Totò. Intento disimular la llantina y tratar de mantener cierta dignidad delante de mi chico, pero creo que no lo consigo. A ver, ¡quien no haya llorado en algún momento de esta preciosa declaración de amor al cine, que tire el primer clínex!
Alguien dijo que ciertas generaciones habíamos aprendido el arte del beso a través de las películas, y estoy de acuerdo. Al menos esas que crecimos grabando casetes recopilatorias llenas de mensajes ocultos para personas a quienes queríamos besar o que nos besaran, con mayor o menor fortuna.
En mi caso, unos cuantos años antes de que tal cosa llegara a suceder en la vida real, el cine clásico fue mi escuela. Concretamente, la programación del ‘Cine Club’ de “la segunda cadena” de TVE (sí, jóvenes amiguitos, hubo un tiempo en que solo disponíamos de dos canales y, además, la programación se acababa a las 12 de la noche y entonces salía esto).
Durante mucho tiempo creí que los besos de mayores, los besos fetén, consistían en cerrar fuerte las bocas y apretarlas una contra otra un rato largo y, fundamental, inclinando a la chica hacia atrás. Por supuesto, ni se me habría pasado por la imaginación que la lengua podía tener algo que ver en todo eso. Esas escenas en blanco y negro, más o menos castas, me producían una mezcla de asco y curiosidad. No entendía muy bien cómo no se ahogaban ni el interés del hecho en sí, aunque a los protagonistas se les veía contentos.
Con el cine “moderno”, el ósculo ganó en gestualidad, babas y realismo y perdió bastante glamour.
Luego creces y lees historias sobre actores y actrices para los que rodar esas escenas románticas fue un auténtico fastidio, y es casi tan decepcionante como si me hubiera pasado a mí, porque ni por un momento se me hubiera ocurrido pensar que esa pasión no era 100 % real. Como cuando Tony Curtis, en un alarde de grosería, sobradez y mala educación nunca visto, dijo que besar a Marilyn Monroe era «como besar a Hitler». Hace unos años se retractó, pero ahí ha quedado la frase para la posteridad. ¡Menudo gilipollas!
Al pasar los años te das cuenta de que en esto de besar, como en casi todas las cosas, la práctica es lo principal. Pero como nos enseñó el personaje de Ariadna Gil en esa escena tan chula de ‘Los peores años de nuestra vida’, no es lo mismo hacerlo como Buster Keaton que como Barbara Stanwyck.
(PD. No hay manera de encontrar este fragmento. ¿¿¿Dónde está YouTube cuando se le necesita???).
Carol es periodista (cuando puede) y co-bloguera feliz en Canciones de Buen Rollo. Dice que le gusta lo mismo que a todo el mundo: irse de vacaciones, comer y beber bien y dormir sin despertador. Devota del rock and roll y del cine en V.O., se transforma en Hulk cuando la gente habla o come ruidosamente en la sala. Entusiasta, aunque infiel, lectora de tebeos y tía postiza de un puñado de niños y niñas muy molones.
Qué buen rollo de post. Me ha encantado
Me gustaMe gusta
¡Oh, muchas gracias! ☺
Me gustaMe gusta