
Ya está aquí diciembre. El último mes del año, de un año que será, para muchos, el año del COVID, del coronavirus. Como si los efectos de una pandemia de esta envergadura fueran a desaparecer con las campanadas de Nochevieja. Estamos todos tan cansados y tan hartos de este virus que nos ha puesto la vida patas arriba, que nos ha dejado en stand-by, que tenemos la necesidad mental de poner fecha límite a todo esto. Pero no nos engañemos: no hay fecha.
En 2021 vamos a seguir fastidiados. ¿Hasta cuándo? Nadie lo sabe. Hay consecuencias sociales que me temo que han venido para quedarse. No todas son malas, algunas, de hecho, parecen buenas aunque estén llenas de sombras. Por ejemplo, esa idea de que por fin se ha puesto en tela de juicio el presencialismo en los entornos laborales. ¿Estáis seguros? ¿Estáis mejor que cuándo teníais que ir a la oficina? ¿De verdad creéis que si vuestra productividad no fuera mayor o la disponibilidad online no fuera absoluta habría esta permisividad hacia el teletrabajo?
Esto del «año malo» ya lo he vivido, es más, es que lo tengo muy reciente. Por eso, soy tan escéptica cuando escucho esto de «a ver si se acaba 2020», «menudo año de mierda», o «va a ser un año para borrarlo». Cuando en 2018 me dijeron que tenía cáncer y empecé con la quimio y toda la procesión de pruebas, ingresos, tratamientos y operaciones, también me dijeron aquello del «mal año», y tuve la tentación de creerlo, pero lo cierto es que rara vez los baches duran 365 días. A veces solo son un temblor fácil de olvidar y otras, suponen el principio de una nueva vida. Y la verdad, no sabemos que tipo de bache va a ser este. Probablemente, para cada uno sea distinto.
El balance anual no es bueno, no se puede negar. Muchos hemos perdido a seres queridos, hemos sufrido los estragos físicos del COVID, enfermando con mayor o menor gravedad, la mayoría mantienen secuelas, otros muchos han perdido sus trabajos o sus negocios, o como mínimo han sufrido bajadas de sueldo y pérdida de poder adquisitivo, y todos hemos tenido que renunciar a la vida que llevábamos, a los abrazos, a los conciertos, al tapeo en la barra de un bar, al gimnasio…
Cada diciembre, tenemos la costumbre de cerrar capítulo haciendo recuento y lo hacemos con una gran fiesta consumista llena de luces, regalos, comida, bebida y mucho contacto. Mucho. De hecho, hay familias, amigos y compañeros que solo se reúnen el último mes del año, que no se ven más que en esa cena o comida. Este año no va a ser así. Decidme si no es esto ya un preámbulo de que el episodio no termina aquí.
En fin, sé que sueno pesimista, pero de verdad que no lo soy. Simplemente me niego a catalogar 2020 como un año malo sin más, primero porque no creo que ni tomándonos a tiempo las doce uvas, vayamos a poder resetear nuestras vidas y segundo porque no creo que sea bueno. Leía el otro día a mi admirada Rosa Montero que «incluso en las travesías malas, como esta (mejor dicho: sobre todo en las travesías malas como esta), tenemos que intentar hacer de cada día una obra de arte«. Y tiene toda la razón, 365 días no pueden ser malos por definición, hasta en el día más oscuro hay momentos luminosos. Merece la pena recordarlos. Y también merece la pena acordarse de lo malo, para aprender.
Así que, no sé vosotros, pero yo no tengo ningún interés en acelerar este mes que empieza, el último del año del COVID, pienso recrearme en cada detalle bueno, salvar los días nublados aferrándome a los destellos de esos instantes furtivos. Y lo voy a hacer por mí, por supuesto, y por ella, la que me va a faltar en el encuentro anual, en esa cena que ni siquiera va a producirse.
Una respuesta a “El año del COVID (por Isa)”