
Poco antes de cumplir los 20 años, decidí perder la virginidad. Tengo fijación por cumplir mis plazos mentales y me parecía que llegar a la veintena sin haber consumado el famoso coito era algo que no me podía permitir. No fue con mi novio, sino con un muchacho muy majete que había conocido una semana antes. Pasaba por aquel entonces por uno de los periodos de descanso con el que luego sería mi marido.
La verdad es que tenía el momento bastante planificado. En mi coche, en un lugar poco transitado y discreto, y con margen suficiente para llegar a casa de mis padres a una hora decente. La cosa no fue para tirar cohetes pero estuvo a la altura de mis expectativas, que tampoco eran la hostia. Bueno, el caso es que dejé de ser virgen que era lo que quería y, oye, eso es algo que siempre le agradeceré a este chico.
La relación no dio para mucho más, al menos por mi parte y poco tiempo después le dije aquello de que prefería que fuéramos amigos. No se lo tomó muy bien, por eso me sorprendió mucho que me llamase tras un par de meses y cuando estaba en plenos exámenes de febrero. Me preguntó si tenía planes. Le dije que estaba muy agobiada, estudiando, y me contestó: «bueno, pero como es San Valentín…» no pude evitar reírme y le solté: «¡Y también es primavera en El Corte Inglés!». No me volvió a llamar. Y con razón.
El domingo, por San Valentín, me acordé de esta anécdota de hace ya cuarto de siglo, y me di cuenta de lo jodidamente calculadora que he sido siempre con esto de los plazos. A veces de forma no del todo voluntaria.
A los 15 años me pesaba no haber estado aún con un chico. Me había quedado a las puertas varias veces, pero ¡nunca me habían besado! En esa especie de carrera estúpida que se establece en la adolescencia, era de las rezagadas, por lo que cuando ya iba quedando poco para cumplir los 16 me empecé a agobiar. El caso es que lo logré. Antes de alcanzar los sweet sixteen, el chico que me gustaba me besó una noche y fue como de cuento de princesas. Esta vez, sí. Y además, había cumplido con el plazo.
Con la maternidad me pasó igual. Fui madre por primera vez antes de los 35, que era el deadline mental que me había marcado. Y ojo, que no fue nada fácil. Llevaba años detrás de ello, con el furor uterino desatado y al final tuve que recurrir a la ciencia para conseguirlo, como he contado aquí alguna vez (La Semilla). El segundo parto lo tuve antes de los 40. También prueba superada. Y esta vez, la concepción fue rápida y repentina, no lo fue tanto llegar hasta ella… ¡si hasta tuve que cambiar de padre!
Bromas aparte, me preocupa haber descubierto como mi reloj biológico ha marcado siempre mis tempos. Una se cree muy dueña de sus decisiones y resulta que por encima de las neuronas están las hormonas. ¿O es al revés? Da igual. No sé qué es peor.
jajaj plazos mentales a golpe de biología
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