
Ayer vacunaron a mi madre. A mi padre le vacunaron la semana pasada. Y a mi suegra, la anterior. El alivio es tal que no he podido evitar emocionarme. Después de tantos meses controlando las visitas con ellos, sin apenas verles, sin ocasión para los abrazos o los besos, se hace hasta raro pensar que esto se acaba. Pero sí, parece que por fin se empieza a vislumbrar la luz al final del túnel. Es una sensación que empieza a respirarse en el ambiente, levemente a través de la mascarilla, pero de forma generalizada.
Será que me he criado escuchando a Rosa León cantar la Canción de la Vacuna, pero yo le tengo mucha fe al invento de Edward Jenner. Mucho más que a cualquier Virgen. He viajado por muchos países en Asia, África o América donde la gente se muere de enfermedades que yo he esquivado eficazmente gracias a un pinchazo. Recuerdo tener a varicela de pequeña, y ver a mi hermano con sarampión o paperas. Casi ningún niño se pone malo de eso ahora, pero entonces sí, porque esas vacunas, en mi infancia, no existían o no estaban estandarizadas. Por eso, si hay algo que sigo a rajatabla es el calendario de vacunación de mis hijos.
Ya antes del COVID, me costaba mucho entender a los antivacunas, esa gente que decide que es mejor exponer sus descendientes a virus e infecciones, y lo que es peor, a poner en riesgo a los demás. Muchos esgrimen que sus hijos han permanecido sanos sin problemas y sin inyecciones, cuando es evidente que han sido protegidos por la inmunidad colectiva que ofrecen los que sí se vacunan, la mayoría. Hace falta tener jeta y ser irresponsable. Hace unos años escribimos sobre el caso de un niño que estuvo ingresado por difteria, una enfermedad erradicada en España desde 1986. Es más, hay evidencias de que el empecinamiento de los antivacunas ha supuesto que reaparezcan enfermedades en países desarrollados. A estos que no se quieren vacunar los mandaba yo una temporadita a un poblado africano donde mueren criaturas por no tener acceso a esas vacunas que ellos rechazan.
También hay antivacunas que de lo que se quejan es de los efectos secundarios. Vais a permitir que me ría. Pocos efectos secundarios hay más devastadores que los de la quimioterapia y sin embargo es (hoy por hoy) el único tratamiento efectivo contra el cáncer. A mí me ha salvado la vida, y, pese a todas las secuelas que deja, no dudaría ni un segundo en volverlo a usar. Ahora hay quien pone al mismo nivel el riesgo de padecer los efectos adversos de la vacuna para la COVID-19 con el de infectarse y acabar en la tumba por una neumonía bilateral. Evidentemente, esto con números no se sostiene.

Reconozco que me altera la negación científica, y la falta de solidaridad con el resto del mundo. Se me escapa que tras una pandemia que se ha llevado por delante a millones de personas en todo el mundo pongan en entredicho la validez de un método de contención vírico que lleva funcionando desde hace más de dos siglos. Quiero creer que son pocos (leo que un 5% de la población mundial), a pesar de que haya algunos famosos bocazas entre ellos a los que se les da altavoz de forma un poco irresponsable. También es cierto que los frenazos en la dispensación de algunos de los fármacos por el tema de los trombos y la alarma social que han generado, cuando el riesgo es mínimo, ayudan poco a tranquilizar a la gente y alientan el discurso de los antivacunas.
Vivimos tiempos frenéticos en los que lo que hoy es muy efectivo mañana puede serlo no tanto. No sabemos si surgirá una nueva cepa del virus que nos ponga otra vez la vida patas arriba. Pero yo necesito creer que la pesadilla COVID está en vías de solución, que la ciencia va a poder con esto, que pronto podremos retomar nuestras costumbres y relaciones, y las vacunas me sirven.