
Hace unos días cumplí años: cuarenta y seis, concretamente. Decidí celebrarlo con amigos y familia, y superado el estrés organizativo reconozco que me lo pasé muy bien con los festejos, que se prolongaron más de 24 horas. Cosa distinta fue el día después. Entre la resaca emocional (más que real) y el agotamiento físico y mental, la verdad es que me costó levantar la jornada. Me costó levantarme, literalmente.
¿No os ha pasado alguna vez que después de un periodo de gran intensidad anímica o intelectual os da bajona? A mí me pasa desde siempre. Recuerdo que de chavala, al acabar un período de exámenes especialmente duro, la gente se ponía súper contenta y se iba por ahí de farra, pero yo me quedaba tan hueca, sin objetivo, tan ociosa que lo que me entraba era una tristeza brutal. Después me ha seguido pasando en otras circunstancias, al entregar un proyecto que me ha quitado el sueño, por ejemplo. Por supuesto, también me pasa después de cosas buenas, como al regresar de un viaje o de una aventura llena de adrenalina.
Siempre me han flipado las montañas rusas y este tipo de atracciones trepidantes. Son como el buen sexo, un subidón efímero. Soy una mujer de acción, inquieta. El tiempo que pasé enferma, o más recientemente el confinamiento por COVID, me hicieron ser paciente a mi pesar. Sufrí mucho la inactividad. Pensé que aprendería a parar, a centrarme en el momento, a no planificar tanto, a no pretender hacer 400 cosas a la vez… pero no, no he aprendido nada. Vivo permanentemente pensando en lo próximo que voy a hacer mientras hago lo que sea y alguna cosa más.
Con esto de los cumpleaños me pasa que, además, me angustia constatar el paso del tiempo. No puedo llamarlo cronofobia porque no creo que llegue a tanto, pero bueno, algo de ansiedad me genera. Lo que siento es una especie de vértigo, el dolor de tripa de los grandes cambios o acontecimientos vitales, pero sin nada a la vista. Solo vacío. Abismo. Me visualizo a mí misma desde fuera al borde de un precipicio a punto de despeñarme rodando cuesta abajo… Me dan hasta sudores, es una sensación muy desasosegante.
Otras veces se me mete como un tic-tac en la cabeza, tan real que hasta me parece escucharlo. Entonces, se me empiezan a amontonar desordenados todos los planes, ideas, propuestas que había ido registrando, comienzan a chocar entre sí, buscando su espacio y golpeándome el cráneo. Me agreden con tanta violencia, que a veces me dan palpitaciones. Y me quedo paralizada, sin poder hacer nada, viendo como se me escurren los segundos, los minutos, las horas, hasta que todos esos proyectos que competían entre sí empiezan a desvanecerse y a transformarse en culpa, esa culpa que me reprocha haber perdido el tiempo naufragando en la nada.
Me sé la teoría, no creáis. Sé que esta actitud es contraproducente, que la hiperactividad no es sana, que yo misma me fomento el estrés y que este tiene consecuencias nefastas para mi salud física y mental. También sé que querer ir deprisa precisamente ahora que todo es tan vertiginoso y ya estoy en la fase de descenso a toda leche, lo único que consigue es que aumente la sensación de velocidad. Y el vértigo, claro. Y por último, sé que cumplir años es un motivo de celebración, siempre, que estar viva es razón suficiente de alegría. Lo sé todo. Pero aún así…
Ay, si es que la teoría nos la sabemos, efectivamente, pero la práctica es otra cosa.
Yo los bajones de cumpleaños ya los he superado, aunque cuando de pronto tomo conciencia de lo rápido que se pasa todo, también entro un poco en pánico.
En cualquier caso, piensa que siempre hay nuevos y excitantes proyectos por venir 😉
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