¡Silencio he dicho!

¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!

‘La casa de Bernarda Alba’, F. García Lorca

Desde hace un tiempo vengo constatando con cierta sorpresa la aversión que los seres humanos le tenemos al silencio, como si sintiéramos una necesidad imperiosa de llenar todo de palabras para no caer al vacío. Y no me refiero a lo escandalosos que somos, en particular las sociedades mediterráneas y latinas (nos tenemos bien merecido el tópico, me vais a perdonar). Hablo, sobre todo, de la aparente incapacidad de mantener el pico cerrado y no hacer ruido en situaciones y espacios que así lo requieren y donde esto se daba por hecho hasta hace algunos años.

Pocas cosas nos producen tanto pavor como ese denominado “silencio incómodo”, cuando la conversación no fluye de forma natural, sea porque no conocemos bien a las personas con las que estamos o porque, realmente, no se nos ocurre nada que decir. De hecho, encontramos muy valiosa la compañía de aquellas con las que no nos vemos en la obligación de conversar todo el tiempo para sentirnos a gusto.

Pero donde este rechazo adquiere su máxima expresión es, como decía, en entornos donde la ausencia de ruido no solo es apreciable, sino necesaria. Hospitales, bibliotecas, cines, teatros, museos, incluso algunos conciertos donde los decibelios de la música no bastan para amortiguar los murmullos del público. Por ejemplo, ¿cuántas veces suenan teléfonos móviles en salas de espera de centros de salud, aunque por todas partes haya carteles pidiendo que se apaguen?

Admito que con los años me voy volviendo más y más intolerante (vieja cascarrabias) hacia los comportamientos irrespetuosos con el prójimo, y este es uno que me irrita especialmente. Sí, yo soy esa que chista en el cine cuando el público no se calla y que mira mal a quienes hablan por el móvil a grito pelado en el autobús.

Hablando de autobús, hace unos meses se me ocurrió tomar este vehículo —¡en qué momento! — para un trayecto entre Madrid y Valencia de cuatro horas, que parecieron cuatro siglos. Uno de los viajeros tuvo a bien amenizarnos la ruta con una videollamada a su novia, que duró por lo menos una hora, sin usar auriculares. Es decir, que no solo escuchábamos las bobadas de él, sino también las de ella. Huelga decir que la conversación carecía de todo interés, que ni para satisfacer nuestro instinto cotilla valía…

¿Y qué me decís de los museos? ¿Cuando las salas parecen un gallinero y tienes que abrirte paso casi a codazos entre los que necesitan tomar 20 fotos de cada cuadro y los corrillos de comentaristas? ¿¿¿Por qué no se van al bar a cascar y nos dejan tranquilos a los que sí queremos estar allí???

Pero lo que me hace entrar en combustión son los ruiditos y bisbiseos en el teatro, ¡y aún si fueran bisbiseos! Ahí ya no es que molestes al resto del público, es que estás jodiendo a los actores. Hace unos días estuve en el Teatro Español viendo un monólogo de Juan Mayorga interpretado por Blanca Portillo que se titula, precisamente, Silencio. Un texto muy bello que reivindica el poder y el significado de los silencios en determinadas ocasiones de la vida y de la pieza dramática. Como si se tratara de un chascarrillo previsto en el guion, dos teléfonos móviles, ¡dos!, sonaron a lo largo de la representación. Esto, por supuesto, después de las advertencias habituales de “apague su móvil” previas al comienzo de la obra, por si no nos bastara con el sentido común (obviamente, no). La Portillo, muy profesional, los aprovechó para convertirlos en momentos jocosos. Yo me pregunto si a esos espectadores no se les cayó el jeto de vergüenza; a mí me pasaría.

En fin, termino encomendándome a la sabiduría de Manolo García, cuando cantaba eso de “si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir”, y a la de Depeche Mode:

Las palabras son muy innecesarias

Solo pueden hacer daño

(Imagen destacada: Ernie A. StephensUnsplash)


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