
El martes fue el Día Internacional de la Mujer, antes el de la mujer trabajadora y como tal, me lo pasé trabajando. Trabajé mucho: Desde las 9:20 que me senté delante del ordenador hasta las 20:10 que envié el último mail, solo con una breve pausa para comer y otra para ir a mi sesión diaria de fisioterapia al lado de casa. Hace un mes y medio que me lesioné el tobillo, lo que no me ha impedido seguir teletrabajando, o requetrabajando, como dice una comadre. Los esguinces de tobillo permiten echar muchas horas delante del ordenador sin problema. En cambio, sí que me impidió ir a la manifestación del 8M, a la que nunca fallo.
Me fastidió mucho perderme la mani y que el exceso de trabajo tampoco me dejase dedicarle tiempo a leer, escribir y disertar sobre feminismo e igualdad, como me hubiera gustado y como merece la efeméride. Estuve todo el día con la angustiosa sensación de traicionar por incomparecencia al movimiento en el que milito desde que tengo uso de razón. La sempiterna culpa femenina, una vez más. A la angustia se sumó la desazón que siento desde hace un tiempo por la división tan beligerante entre las feministas… siempre ha habido diferencias de criterio a la hora de abordar la lucha por la igualdad, y siempre he creído que la discrepancia es sana, enriquecedora. Pero esta falta de entendimiento, este frentismo viene en el peor momento. Justo ahora que la ultraderecha gana posiciones, avanzando con su discurso populista y engañoso, estas peleas le dan un extra de combustible.
Hay unas cuantas cosas en las que no estoy de acuerdo con la corriente mayoritaria, la oficial. Me chirría la imposición tácita del lenguaje inclusivo, creo que hay un abuso de la victimización un poco contraproducente y sobre todo un afán de consigna que anula los debates, y que te etiqueta en cuanto muestras alguna posición crítica con sus tesis convertidas en dogmas de fe, pero lo cierto es que menos aún me gusta la escisión abolicionista, que se regodea en la patraña del borrado de las mujeres y carga contra un colectivo tan minoritario y tan vulnerable como el de las transexuales. Yo tengo mi propuesta, por supuesto, con sus certezas y sus dudas, y no ha nacido quién consiga arrebatarme la definición de feminista por no cuadrar en cierto esquema.
Pero de todo, lo que más pena me da es ver cómo hay mujeres que aplauden masivamente al machismo (perpetrado también por mujeres) que ridiculiza un movimiento que ha conseguido tanto para todas. ¿Qué ha ocurrido para que vuelvan con fuerza lemas que creíamos desterrados tras años de lucha? ¿Qué pasa por las cabezas de las que siguen diciendo con convicción la soplapollez de «ni machista ni feminista»? ¿Cómo es posible que se compartan con éxito falacias como que las feministas defienden que todos los hombres son asesinos y violadores? Se me escapa, pero es así. He escuchado con mis propios oídos a mujeres que tenía por capaces decir que el feminismo es malo, que está en contra de las feministas porque tiene que defender a sus hijos varones. Qué tristeza.
Para que cuajen este tipo de mensajes no basta solo con el bombardeo de la extrema derecha, o con cierta predisposición, creo que a veces se ha perdido el foco en el núcleo de los problemas y se le ha dado demasiada importancia a temas más superficiales y que el marketing en torno al movimiento le ha restado credibilidad. Sigo pensando que la mejor vía para alcanzar la igualdad efectiva es la transversalidad, porque tanto las mujeres como los hombres (aunque muchos no lo sepan) pueden beneficiarse de ella, y ese debería ser el mensaje. El de vencedoras y vencidos está obsoleto y agotado.
El 8M, mi hija vino del cole con un dibujo de una mariposa, que le encantan, en la que tenía que escribir o dibujar algo de alguna mujer que admirase. Ahí estaba yo, aunque también estaban los varones de su círculo familiar -su admiración no entiende de sexos-. Pero para ser justos, a mí me dedicó dos de las cuatro alas de la mariposa, y fui la única de la que escribió algo: «mamá limpia muy bien la casa, está siempre conmigo y jugamos mucho». Al leerlo me reí, un poco frustrada, creyendo que la niña no había entendido el meollo del asunto feminista. Pero un par de días después, he pensado que si a ella le parecen admirables esos atributos, y no el mogollón de horas que paso delante del ordenador, es que algo estamos haciendo bien.