En su libro «Mujeres, raza y clase», Angela Davis explica la importancia que los testimonios personales, las historias de vida, los relatos desde el yo tuvieron en los procesos de liberación de las personas que vivían bajo el yugo de la esclavitud.
Ya sabemos que las comparaciones son odiosas y que las condiciones materiales del que esto escribe distan mucho, mucho, de ser la de las esclavas y esclavos de los que hablaba Davis. Pero, conviene reflexionar sobre esto: algunas ataduras no por ser menos evidentes dejan de ser ataduras. Las cadenas siempre son cadenas, aunque nos haya tocado formar parte del grupo que, vaya, tiene las llaves del candado, nunca a mano, eso sí. Aunque, quizás por esa misma condición, nuestra exigencia de romper los grilletes sea mayor. Hablaré de mí porque, a pesar de declararme feminista combativo, anarcofeminista, lector enamorado de Butler o Preciado, feminazi si hiciera falta, todavía no he acabado de matar al machista que habita en mí. El 8M, ahora lo sé, me puso en mi sitio para, recolocado en mi machismo persistente, continuar desmontándolo. Ladrillo a ladrillo, estupidez a estupidez.
Mi madre no contempló la posibilidad de que mi condición de biohombre me eximiera de hacer mi cama o fregar los platos. Desde bien pequeño, las tareas del hogar formaron parte de mi rutina habitual. Así, cuando empecé a vivir en pareja, me sentía el mejor partido del mundo: hacía la compra, pensaba el menú semanal, limpiaba el polvo, planchaba… Hasta que un buen día se me pusieron los pelos como escarpias al escucharme decirle a mi pareja biomujer: «Pero si yo te ayudo en casa». Oh, sí, la cocina no tenía misterios para mí, separaba sin piedad la ropa blanca de la de color pero, más cerca de los treinta que de los veinte, descubrí, para mi pesar y vergüenza, que en mi interior seguía dando por hecho que las tareas domésticas eran cosa de mujeres. Yo era un aliado que descargaba a mi pareja de sus responsabilidades naturales, poco más. Aliado de pacotilla, yo, que había decidido hablar en femenino, ya fuera en la primera persona del singular o del plural. Por suerte, la barbaridad que salió por mi boca supuso el comienzo de un proceso de deconstrucción consciente y minucioso. O eso creía.
Algún tiempo después, junto a un grupo de apoyo al Comité de Unidad Campesina de Guatemala, asistí a varias reuniones con grupos afines para que pudiéramos tener una visión lo más completa del país antes de desplazarnos a distintas fincas ocupadas. Una de las charlas corrió a cargo de una asociación de mujeres. La charla no fue ni mejor ni peor que otras a las que asistimos pero todas salimos encantadas de allí, incluidas las compañeras, y nos faltaban piropos para aquellas mujeres que habían hablado tan bien. Pero lo que se escondía detrás de esa admiración sobreactuada era la sorpresa de escuchar a mujeres (guatemaltecas) hablando de forma coherente, decidida, valiente, autónoma. Es decir, puro y simple machismo. Del racista que habita en mí, hablaré en otro momento.
Y llegamos al 8M. Las semanas previas, servidor, de nuevo aliado dispuesto a todo, recorrí la calle de la amargura porque se me privaba de estar en primera línea. A mí, feminista como la que más. No es que yo quiera ser vanguardia, esa basura ya la recogí, es que, y me harté de citar a Sorel, la Huelga es la herramienta definitiva de lucha, la táctica que nos llevará a la revolución, que aniquilará al Heteropatriarcado, al Capital, a todo el . Y una huelga no se reduce, se amplia. Busqué entre mis libros e ilustré mis razones con las huelgas de solidaridad que brotaban por todo el Estado español en los años de la autonomía obrera porque, sí, Franco murió en la cama pero la policía mataba manifestantes en las calles porque este país luchaba por ser libre. Hasta que me acordé de Vázquez Montalbán y su «espejo de almas». Entendí que me tocaba mirarme de nuevo en él porque algo no acababa de cuadrar. Y ahí estaba, escondido en un rincón oscuro, puro crujir de dientes, cabellos erizados, el machista que no me abandona. Todos mis argumentos, todo mi discurso, tan racional y cuajado de citas y ejemplos, no era sino la canalización, mal disimulada, para qué decir lo contrario, de la desorientación que, como hombre cultural y político, sentía al verme relegado a un papel secundario al que no estaba acostumbrado. Ese fue, para mí, el gran triunfo del 8M: hacernos ver a tantos hombres que nos creíamos libres al fin del Heteropatriarcado que sus cadenas todavía nos aprisionan.
Ya me gustaría a mí afirmar categóricamente que, por fin, he liquidado al machista que habita en mí. En vez de eso, seguiré vigilante. Seguiré «desenseñándome a desaprender cómo se deshacen las cosas». Sin miramientos.
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elhombreamadecasa es uno de los primeros colaboradores de Im-perfectas, allá por el 2010 escribió en este nuestro humilde blog ¿Liberadas? y Perdido en Mercadona. Murciano, licenciado en Veterinaria y diplomado en Educación Social tiene varios libros publicados que puedes encontrar aquí.
En la blogosfera le podéis encontrar aquí. Su antiguo blog, sigue muy vigente, no te lo pierdas: http://diariadeunamadecasa.blogspot.com/
Me alegra mucho tu regreso 🙂 Y no podía ser con un post más oportuno…
Es muy esperanzador ver que muchos hombres estáis trabajando en un cambio de vuestras formas de pensar y actuar. Como comenta Isa, tanto vosotros como nosotras tenemos que hacer un esfuerzo grande para reeducarnos, para «desaprender» esas costumbres adquiridas a lo largo de nuestra vida en una sociedad machista. Queda mucho por avanzar, pero actitudes y palabras como las tuyas son un gran aporte.
Siguen quedando por ahí muchos machunos a los que, a poco que rascas, les asoma el pelo de la dehesa. Pero también hay hombres que, como tú, pensáis que es necesaria una redefinición de la masculinidad. Una razón para el optimismo.
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¡Gracias por un artículo tan sincero y tan necesario! Qué lujazo volver a tenerte entre nosotras. Las mujeres feministas tampoco estamos libres del machismo en el que nos hemos criado. Siglos de heteropatriarcado no se desmoronan de un plumazo. Tardaremos mucho tiempo en derribar todos los muros, pero sin duda hemos conseguido mucho y, en general, no vamos por mal camino.
No estoy de acuerdo con todo lo que se predica desde algunos feminismos -principalmente porque creo que poner el foco en obras culturales del pasado puede ser contraproducente y en la batalla por forzar la lengua que me parece que es empezar a construir la casa por el tejado- pero sí creo que hay que seguir guerreando por la igualdad y que de la victoria todos saldremos beneficiados.
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Yo creo que todos hemos ido aprendiendo. MIramos atrás sobre lo que decíamos o nos gustaba, y nos sorprende
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