
Me echan de mi casa. Suena fuerte, pero es tal cual. Porque tener que irme del lugar que ha sido mi hogar durante siete años no es otra cosa. Digo mi casa, aunque en el registro de la propiedad figura otra persona, no sabemos bien cuál. Yo solo soy la inquilina. Una paria social sin ningún derecho.
No soy una persona con especial apego por lo material. No me cuesta desprenderme de las cosas. De hecho, soy «tirona» de más, que podría decir mi familia. Lo de viajar con mochila siempre me ha dado una perspectiva práctica de lo que resulta indispensable y no me importa dejar atrás lo prescindible. Pero todo tiene un límite, y aunque lo que sí que acumulo son unas cuantas mudanzas en mi haber, no preveía tener que hacer una en el breve plazo y mucho menos forzosa.
Cuando nos vinimos a vivir aquí, Lola era un bebé. No tiene recuerdos de otra morada. Estando en esta casa sufrimos el duelo por mi suegro, Manu publicó su primer libro, recibí mi diagnóstico de cáncer, y pasé meses sin salir de estas paredes que nos acogen lidiando con un tratamiento feroz que me dejó calva y sin fuerzas, poco después vino la pandemia que nos encerró a los cuatro de nuevo en esta vivienda que ha sido testigo del llanto por mi abuela, mi hijo Gael ha superado la primaria entera haciendo los deberes y estudiando en su habitación de esta casa…
Son muchas vivencias las que tenemos asociadas a un inmueble viejo, con un sistema eléctrico de los años cuarenta que nos deja sin luz cada dos por tres, con unas tuberías deterioradas que despiden hedores poco salubres, con esas ventanas de madera resquebrajada que dejan filtrar la lluvia y el viento… Nuestra casa no es perfecta, pero era nuestra —y así lo sentíamos nosotros—hasta ahora.
Hace unas semanas nos llegó un burofax en el que las herederas de la que había sido nuestra casera nos informaban que no querían prorrogar nuestro contrato de arrendamiento, y nos proponían ponernos en contacto con su abogado para intentar acordar uno nuevo o la compra de la vivienda. Así lo hicimos, y desde entonces hemos sido víctimas de su ninguneo y su falta de ética. No nos coge el teléfono y no responde a nuestros mails. Cuando hemos conseguido hablar con una de las herederas su respuesta ha sido fría y llena de vaguedades incongruentes. Dice tener un comprador, por un precio desorbitado y completamente fuera de lugar, sin que se nos haya informado, sin que nadie haya venido a visitar la casa… es todo opaco y extraño.
Los nervios y la incertidumbre no nos permiten dormir ni relajarnos. Esta situación nos tiene en un estado de ansiedad y desasosiego tal que hemos empezado a caer enfermos. Todo parece complicado y cuesta arriba. Esto es a lo que te aboca vivir de alquiler en una ciudad deshumanizada como Madrid, donde la ambición o el capricho de cualquier desaprensivo puede poner patas arriba la vida de una familia de un día para otro, sin que la legislación te ampare. Esto no es im-perfección del sistema, es una maldición y una perversidad.